La pequeña industria cultural. en torno a microempresas, autoempleo, emprendimiento y contradicciones.
David Ruiz | Economía y Cultura
Asomándonos a algunos datos
Más de cien mil empresas culturales (108.556 según los datos del anuario de estadísticas culturales) constituyen (constituían en 2013) la base sobre la que hablamos cuando hacemos referencia a la industria cultural en España. No es posible establecer fronteras rígidas sobre qué sea, mas, si ciertamente existe algo que sea “industria cultural” (consideramos en nuestra reflexión su existencia, aunque no esté del todo claro que sea, efectivamente, cultura) no sólo está constituida por el tejido empresarial. Las administraciones públicas tienen un peso determinante en ella, además del tejido asociativo, creadores y múltiples agentes más, pero estas empresas se erigen en el elemento fundamental de tal industria.
A pesar de que el número de empresas supone una reducción de más de 2.000 respecto al año anterior, se trata de una cantidad considerable y necesaria para la correcta valoración del tejido productivo en España. Aunque, visto en perspectiva proporcional, según el DIRCE, “sólo” el 3,4 % de las empresas en España, son empresas culturales. Parece una proporción de escasa relevancia para considerar la cultura un factor determinante en el tejido empresarial.Escrutándolas, la mayor parte de estas empresas, el 92,9 %, tienen menos de 5 asalariados, esto es, son microempresa. El tejido cultural empresarial en España está constituido por una multitud de pequeñas empresas y autónomos. No obstante, este dato pierde su relevancia sectorial (no se trata de algo específico de la industria cultural) si ampliamos nuestra mirada al conjunto del tejido empresarial: 3.146.570 empresas en total y 2.884.877 empresas con menos de 5 empleados, a saber, un 91,68 %.
El tejido empresarial español es esencialmente pequeño y está conformado por pymes. Independientemente de las diferencias establecidas según los marcos de referencia de cada país, éstas tienen un entorno común que tiene que ver tanto con el tamaño (obvio, dada cuenta la definición): el número de empleados y el volumen de facturación. Así, sírvanos de ejemplo, en la Unión Europea, una pyme es una empresa con menos de 250 empleados y menos de 50 millones de euros de facturación. Reiteramos que las cantidades varían en función del país. Con esta referencia, en España sólo existen poco más de 3.000 empresas grandes frente a los más de 3.000.000 de pymes.
Extrayendo más cifras a vuela pluma para contextualizar nuestra reflexión, señalamos uno de los tópicos más habituales en el imaginario colectivo de los análisis del marco empresarial. Con los datos del Dirección General de Industria y de la Pequeña y mediana Empresa (a través de ipyme), a diciembre de 2013, 6.891.500 personas trabajaban en pymes, mientras que 5.023.100 lo hacían en grandes empresas. Atendiendo a estos cantidades, la diferencia, respecto del empleo generado, no es tan importante (42-58 % aprox.).
Añadamos ahora, por ejemplo, otros datos que, aunque descontextualizados, nos pueden dar una somera perspectiva de la estructuración del empleo en España:
- La población activa en España ronda los 17.000.000
- Los empleados públicos son 2.800.000 aprox.
- Los autónomos, 3.000.000 aprox.
- Trabajan en grandes empresas 5.000.000 de empleados
- Trabajan en pymes casi 7.000.000 de empleados
- Y hay más de 5.000.000 de desempleados
La teoría, emprendedores
Estos datos ofrecen nuevas dudas, especialmente, en un contexto socioeconómico que potencia e impulsa la figura del emprendedor, del autónomo que dirige su propia empresa: España cuenta con tres millones de autónomos, no obstante, ¿cuántos de ellos son, como habitualmente se denomina, falsos autónomos o autónomos dependientes? Parece una tendencia en auge el recurso a la figura del autónomo enmascarando una relación laboral tradicional empresa-empleado (suele establecerse una cuantía del 75 % de facturación con el principal cliente para situarse dentro de la figura del autónomo dependiente), con la consiguiente merma de derechos laborales y reducción de costes por parte del ‘empleador’, pero con ese añadido que podríamos llamar la magia del emprendimiento. Y a las campañas públicas instando a “emprender” me remito:las administraciones y los poderes públicos están destinando múltiples recursos materiales y simbólicos a potenciar la figura del autónomo y del micro empresario a través de las figuras conceptuales del emprendedor y elemprendimiento. De esta manera, el fenómeno del “autoempleo” (el autónomo, la empresa sin asalariados…) está sufriendo un auge muy importante en todo el sector productivo. Los datos nos señalan que en el ámbito de la cultura se da con mayor insistencia. Así, el porcentaje de empresas culturales sin asalariados era aproximadamente 10 puntos mayor en el sector cultural que en el ámbito global empresarial (DIRCE 2012)
La figura del emprendedor -si existe un paradigma de tal- parece conjugar, al menos así se sitúa en nuestro marco socioeconómico, aspectos difícilmente cuantificables como el optimismo, la cercanía al riesgo, la apuesta por una idea… junto a otros más relacionados con el ámbito cuantitativo como los recursos -económicos y financieros- propios, el acceso a recursos ajenos, etc. Ahora bien,¿presenta diferencias el emprendedor cultural respecto a la generalidad? ¿Tiene rasgos distintivos? Podríamos señalar algunas características que diferencian al empresario cultural del resto de los empresarios como, parafraseando al catedrático de Economía de la Artes y la Cultura en Rotterdam, Arjo Klamer (Cultural entrepreneurship, 2011), la atención preferencial a las oportunidades, su creatividad (en un sentido amplio no sólo relativa al ámbito artístico -financiero, relacional…), como consecuencia, supeditación a los aspectos creativos de todo lo demás, incluso los aspectos financieros, la capacidad de adaptación al entorno (a pesar de que ciertos entornos, especialmente los que muestren un fácil acceso a la financiación, serán más propicios), etc. como ya hemos señalado en alguna ocasión, el emprendedor de base creativo-cultural vive las relaciones económicas como un instrumento para la realización de valores culturales. Así, aunque los réditos económicos sean necesarios, prevalece la apuesta por unos valores. En teoría.
Praxis y la contradicción
En este blog hemos hecho referencia tanto a los aspectos positivos de la cultura en tanto que industria (generación de empleo, de riqueza, de externalidades que favorecen el desarrollo de otras industrias, aumento-potenciación de la creatividad, etc.) y, del mismo modo, hemos analizado la consideración de la industria cultural como elemento hipostasiado que, de manera latente, hace perder el elemento crítico de la cultura y la creatividad haciéndolos sucumbir a una suerte de mercantilización y cosificación de la cultura en su consideración exclusiva o prioritaria como “producto”. De manera tangencial aunque estrechamente ligada a esta mercantilización, nos encontramos además con una reducción de la implicación que las administraciones tienen los asuntos relacionados con la cultura y la creatividad y su consideración de “bien público” (sea con la paulatina reducción de presupuestos públicos, sea con la supresión de medidas de apoyo a la creación, sea con la eliminación de disciplinas creativas, artísticas y/o generadoras de pensamiento crítico del sistema educativo formal…)
La asunción de estos postulados no es, en nuestra opinión contradictoria, si bien esta reflexión tiene sentido como contextualización y posicionamiento ante la industria, en concreto ante la pequeña industria cultural (pymes, autónomos, microempresas, etc.).
En una sociedad altamente mercantilizada y en la que todo es susceptible de comprarse y venderse, podríamos hacernos una pregunta, haciendo nuestros el título de uno de los artículos de José Ramón Insa Alba (aquí), “¿ES EL EMPRENDEDOR LA MERCANCÍA?”. La deificación del “emprendimiento” es ciertamente cosificadora y peligrosa en el ámbito de la cultura. Podemos, así, afirmar, con Jaron Rowan, que “no es raro encontrar empresas en las que predominan altas dosis de auto-explotación o en las que gran parte de las horas invertidas no se logra remunerar. El trabajo por proyectos conduce a una inestabilidad en los flujos de ingreso de muchas de estas empresas que (…) pueden constituir un verdadero obstáculo a la viabilidad de la empresa” (Cultura, economía y emprendizaje, en Cuadernos de Economía, 2011)
El pequeño empresario (de la cultura) está (también) sometido a ese engranaje cosificador del sistema de mercado que muestra la industria cultural y creativa como algo homogéneo y necesario para un “cambio de modelo productivo”. Y no nos referimos en este caso al “profesional” que, denostando lo público, exige financiación pública y privatización (externalización acaso) de servicios tradicionalmente públicos, en definitiva, “empresarios” que consideran que los recursos públicos deben invertirse en financiar a empresas privadas o a contratar a empresas privadas. Las razones aducidas son básicamente tres:
- La empresa privada es más eficiente que la administración
- La gestión privada es más económica
- (Y la más significativa) La tarea de la administración privada es esencialmente “el apoyo a las pymes”.
Es éste un discurso ideológico que funciona, también, en un doble sentido. Desde la empresa se exige esa privatización y desde las administraciones y poderes públicos se ejerce una dejación de funciones en tanto que deja de invertir en cultura. Si bien, no se consigue la ansiada reducción de costes; como señala Jaron Rowan, respecto del papel de las administraciones potenciando el emprendimiento, “los mismos fondos que antes se destinaban a subvencionar actividades culturales se ponen ahora al servicio de la promoción de la cultura como sector económico” (Emprendizajes en cultura Discursos, instituciones y contradicciones de la empresarialidad cultural; Jaron Rowan, 2010)
Y añadimos un paréntesis en forma de pregunta para la reflexión: ¿El cliente fundamental de las microempresas culturales es la administración pública? ¿Por qué?
Pero, este “cambio de modelo productivo” al que hacíamos referencia es difícil de conseguir con el peso económico que la industria cultural y creativa tiene (la aportación del sector cultural al PIB español es del 2,5% aprox., y del 3,4% si se considera el conjunto de actividades económicas vinculadas con la propiedad intelectual -marco en el que se sitúan las grandes empresas). El tamaño de estas empresas, su capacidad de generar riqueza, empleo estable, etc., distan mucho de ser la panacea. Sin embargo, la cultura y su industria generan externalidades positivas para el sector productivo en general y para la sociedad, más allá de las relaciones económicas. El propio Jaron Rowan, en la misma obra nos apunta que “el sector cultural es una máquina de producción de externalidades que empapan y benefician a todo un conjunto de sectores que sólo de forma indirecta pueden reconocer esta deuda. Por esta razón, buena parte de los beneficios que genera la cultura son capitalizados en otros puntos de las economías urbanas. La producción de valor viene así constantemente capturada más allá de los límites de lo que propiamente llamaríamos los agentes culturales”.
El papel que juega la industria cultural como generadora de riqueza que hacía “necesitar” la creación de nuevas empresas culturales para aumentar esa “riqueza” queda en entredicho (...)
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