Defensa de la institución
Judit Carrera | El País (Ed. Catalunya), 18 abril 2015
Estos días puede verse en los cines National Gallery un fascinante documental de Frederick Wiseman sobre el clásico museo de Londres. El filme narra el día a día de esta institución del siglo XIX a través de las reuniones estratégicas de su equipo directivo, el trabajo minucioso de sus restauradores, la vocación de su servicio educativo y el vínculo del museo con sus visitantes. Lo que podría ser una mera pieza para los amantes de la gestión cultural se acaba convirtiendo en una experiencia estética y política inolvidable, que demuestra la vida y el potencial utópico de esta institución centenaria.
La película sirve para reflexionar sobre el concepto de institución en un momento en el que está sometida a varios factores que la cuestionan. Pero antes de entender por qué está en crisis, ¿cómo definir una institución? En un sentido muy amplio, una institución es la organización estable de una serie de acciones o relaciones sociales vinculadas a valores, necesidades o problemas de un grupo, colectivo o sociedad. De acuerdo con esta definición, las instituciones no se limitan a las estructuras clásicas de un régimen político (partidos, parlamentos, administración de justicia), sino que engloban a organizaciones no gubernamentales, asociaciones, cooperativas, medios de comunicación o universidades. Toda institución tiene así tres características fundamentales: una cierta estructura organizativa, la vocación de ser estable en el tiempo y una función de mediación y representación social. Estos son los rasgos que, al menos sobre el papel, hacen de la institución un pilar fundamental de la democracia. La institución es el espacio intermedio entre el individuo y el Estado, la base de la sociedad civil cuya fortaleza determina el dinamismo y la calidad de la democracia (Alexis de Tocqueville). Enraizada en un contexto y proyectada hacia el futuro, la institución encarna el principio de pluralismo, porque es un nexo de unión entre el yo y el nosotros y crea espacios colectivos a partir de la suma de intereses individuales.
Sin embargo, muchas instituciones tradicionales están hoy deslegitimadas. En algunos casos, han sido debilitadas por la austeridad y la excesiva dependencia del poder. Y ello pese a que en Catalunya existen ejemplos positivos como el de la Mancomunitat, que apostó por crear una red estructural de instituciones culturales, educativas, tecnológicas y ferroviarias como instrumento de articulación del territorio y de modernización.
La deslegitimación de las instituciones también tiene que ver con la corrupción, que ha ahondado en la desafección ciudadana y ha sido clave en la actual crisis del sistema. La crisis y la corrupción han tenido como efecto colateral perverso la aprobación de leyes centralizadoras que, en el caso de las entidades públicas, reducen su autonomía y aumentan los controles burocráticos. Paradójicamente, esta asfixia de la institución incentiva la ineficacia que pretende atajar, y agudiza la tendencia a la burocratización y la resistencia al cambio, propias de toda organización.
Todo ello se produce además en el contexto de una crisis de las figuras de mediación, en la que las nuevas tecnologías han transformado las formas de movilización política y se han multiplicado estructuras más horizontales de vinculación social como las cooperativas o los ateneos. A la crisis de la representación política se le añadiría pues la idea de que los intermediarios clásicos ya no son necesarios porque la sociedad tiene mecanismos más flexibles, espontáneos y auto-gestionados para la transformación social.
Todos estos factores conducen a un cierto clima de anti-institucionalismo de signos políticos muy diversos que obliga a preguntarse por la vigencia de los valores clásicos de la institución. ¿Se trata de una crítica a la forma o al fondo de la institución como fórmula de organización social? ¿Es la institución una entidad obsoleta? Entre un mundo completamente estatalizado, una sociedad dominada por el control político de las instituciones y un contexto sin intermediarios regido por la gestión comunitaria de lo colectivo queda espacio para reivindicar la vigencia de la institución. Con todo su potencial democrático, esta cristaliza el espíritu de un tiempo, articula la sociedad civil y es una síntesis entre pasado, presente y futuro.
Siguiendo a Jacques Derrida, se puede incluso defender el potencial de cambio y transgresión inherente a toda institución. Instituir significa crear, y esta fuerza creativa fundacional da a la institución una capacidad de renovación y contestación que debe ser alimentada. Toda institución contiene una contra-institución, defiende Derrida. Y para ello establece un paralelismo con las fiestas, en las que los rituales y el orden son compatibles con la improvisación, la espontaneidad y el exceso. De la misma manera, la institución es ley, seguridad y experiencia, pero también la condición de posibilidad de lo imprevisible, la ampliación de los límites y la experimentación. La institución se mueve en esta tensión constante entre el fijar, ordenar, dar estabilidad y su capacidad para cuestionarse, renovar su sentido, ser flexible y evolucionar para adaptarse a un entorno cambiante. Explorar esta tensión y no querer eliminarla es lo que le devolvería su verdadera carga democrática.
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