Democracia y acceso a la cultura

Santi Eraso Beloki | santieraso.wordpress.com. Arte, Cultura, Ética y Política

La premisa básica de la cultura democrática se funda en la vieja idea ilustrada de proporcionar acceso universal, libre y gratuito o a precios asequibles (sobre todo para los más desfavorecidos) a los saberes y obras generadas a lo largo de la historia por creadores, pensadores, autores, intérpretes, investigadores, etc. Así se recoge en el artículo 27.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en el beneficio que generen”.

Las instituciones públicas clásicas que todos conocemos (escuelas, universidades, centros de investigación, museos, bibliotecas, archivos, teatros, conservatorios de música, centros culturales etc.) surgieron para facilitar ese objetivo: asegurar el pleno desarrollo de esa cultura democrática responsabilizándose de garantizar la producción, distribución, promoción y disfrute de la más amplia variedad posible de manifestaciones culturales.

Sin embargo, como Joost Smiers y Marieke van Schijndel señalan en su libro Imagine… No copyright, desde que los recursos culturales y las obras artísticas se consideran sobre todo mercancía y se miden por su valor de cambio, el copyright (derecho de propiedad intelectual) otorga a las grandes industrias de la cultura un control casi absoluto y abusivo sobre el uso y distribución de una parte cada vez mayor de producciones artísticas; y en consecuencia dominan el mercado de las películas, canciones, novelas, series de televisión, obras de arte, diseño y otras formas de creación. Gozan de un importante poder para decidir lo que vemos, escuchamos, leemos, vestimos, consumimos y, claro está, determinan también lo que no podemos. Cierta tendencia a la uniformización de contenidos se impone cada vez más sobre la diversidad cultural. De esta manera, parafraseando a Hannah Arendt, el derecho a tener derechos quedaría, sometido a la hegemonía del mercado.

Desde que las personas, más allá de su libre condición de ciudadan*s, son considerados solo como clientes consumidores por la ideología neoliberal, “la audiencia” se torna en objetivo fundamental de los consejos de administración de las grandes multinacionales del espectáculo y el ocio -aquellas que Adorno denominaba industria de la consciencia- que no dudan, con todas sus técnicas de marketing y de psicología social, en “imponer” los gustos colectivos y así limitar la diversidad de producción, distribución y acceso. No es casual que para Gramsci el lenguaje fuera una forma de concebir el mundo. Su apropiación es por ello parte del proceso hegemónico cultural, con el fin de construir una conciencia acrítica en la que prima cada vez más una concepción mercantil de la cultura. Como dice Ignacio Molano en Cuando hablan de cultura. El mito de lo cultural en el nuevo espacio público, dominan la fuente de gran parte de las creaciones de sentido y, en consecuencia, los espacios de intercambio social.

De este modo, nos convertimos en meros compradores de productos prefabricados cuyos contenidos, en la mayoría de las ocasiones, están determinados por su valor de cambio, y por su capacidad de generar pingües y rápidos beneficios. Además sus rentas, en un porcentaje muy alto, se las distribuyen entre una élite de privilegiados que viven rodeados de glamour y lujo, como parte sustancial de ese mismo espectáculo: cultura del photocall, marcas publicitarias, alfombras de todos los colores para sus paseos de estrellas, grandes mansiones, superfluos caprichos y un sin fin de necedades innecesarias.

No está de más recordar que estas grandes industrias ocupan también un lugar determinante dentro del capitalismo financiero actual. Muchas de ellas forman parte de otros entramados empresariales menos espectaculares, pero mucho más implicados en las derivas especulativas de la economía actual.

Esas redes internacionales del negocio de la investigación y la cultura, en gran medida, se asientan sobre el control de las patentes y el copyright. Las sociedades nacionales de gestión de derechos, en términos generales, son sus gestores y garantes locales. Así pues, son parte del problema y de la lamentable situación en la que se encuentra el heterogéneo sistema cultural, financiando en un alto porcentaje, directa o indirectamente, con recursos públicos.

Sorprende que los partidos denominados progresistas, que en algunos casos dicen ser también anticapitalistas o, en otros, críticos con determinadas prácticas del capital, mantengan posiciones tan complacientes con este estado de cosas y se limiten a reclamar una simple limpieza de cara de las sociedades de gestión. Se echa de menos una fuerza electoral que en su programa, cuando hable de cultura, proponga diversificar mucho más y, desde luego, fiscalizar mejor las sociedades de gestión de derechos; incentivar la creación de otro tipo de asociaciones privadas u organismos públicos que garanticen los derechos laborables de los trabajadores culturales y su capacidad de organización colectiva o sindicación profesional; modificar las leyes de propiedad intelectual y de patentes; abrir cauces a todo tipo de licencias para romper el monopolio del copyright restrictivo y privativo; ampliar los márgenes públicos de acceso a los saberes; facilitar herramientas y medios para la producción y la reproducibilidad de los bienes comunes (al menos, para empezar, los de las instituciones públicas o financiados con recursos de todos); iniciar un amplio proceso pedagógico y social de cambio tecnológico hacia el software libre de código abierto, sistemas de acceso a la información pública de datos abiertos, comunidades guifi, etc. (...)

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També podeu llegir els articles d'Interacció sobre els llibres citats per Santi Eraso:

Imagine… No copyright de Joost Smiers i Marieke van Schijndel 

Cuando hablan de cultura. El mito de lo cultural en el nuevo espacio público d' Ignacio Molano

¿Porqué Marx no habló de copyright?  de David García Arístegui 

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