La cultura planificada. No hay plan para tanto experto

Sólo la estructura tiene el poder sobre la realidad. O así lo parece ¿no? Al menos ahora dentro de este sistema de grandes elocuencias. Un sistema que hemos ido creando, no escondamos la cabeza, desde nuestro propio discurso. Suavizando en demasiadas ocasiones el vacío desde las criptas de las estrategias, las agencias, las redes, los grandes planes directores... Hemos apoyado generosamente las escenas de una representación para quien ostentaba el turno de poder. ¿A quién le ha importado luego? Me temo que a nadie de los que con tanto ímpetu ruedaprenseril lo fomentaron. ¿Se han hecho seguimientos? ¿Comprobado resultados? ¿Analizado progresos o decadencias? Ni por asomo, me temo también. Todo esto va en contra del perpetuum mobile. La cinta no para y hay que seguir escenificando la marcha, eso sí, delante de un gran ventanal con vistas a un admirable paisaje pero protegidos por la tecnología del gimnasio. Correr hacia ninguna parte y con asepsia extrema.

No sé si ha sido el sistema capitalista quien ha secuestrado los argumentos, los espacios para el pensamiento, quizá no haya tenido ni que preocuparse. Muchos modelos de gobierno local, de todos los colores posibles, se han lanzado a la argumentación de la cultura como motor de desarrollo económico y ellos están muy a gusto con este discurso que sólo la contempla como consumo. Pero poner a la cultura en la órbita del mercado, y así se ve,  es garantizar que sea desechable. Es colocarla bajo la órbita del pensamiento dominante que impide los acercamientos humanos.

Simplemente: no es posible el pensamiento crítico desde las estructuras del mercado porque no es este su papel, su interés comercial, legitimo o no, no es espacio para ese debate, es el que le mueve y con él la necesidad de beneficio. Desgraciadamente, también ha parecido que ponerla en la órbita de la institución no conduce sino a utilizarla -¿el discurso del recurso?- como portadora de réditos de partido. La sobreexplotación del modelo rentista de la cultura. Algo que más bien parece orientado hacia la consecución de estrategias que han tomado la marca y la cultura como herramientas para rentabilizar iniciativas privadas. Y recuerdo que, en demasiadas ocasiones, las estrategias públicas no han sido sino una forma más sibilina de apropiarse de lo común.

En pocos momentos, no puedo decir nunca por justicia, se ha reivindicado la producción intelectual (quizá ahora se comience a oír voces pero más bien empujados por lo inevitable). Todo el argumentario ha girado en torno a esa creación de riqueza limitada al entorno de lo material  y de la regeneración urbana, algo con evidentes tintes de perversión que ha llevado a enormes acciones especulativas. Abandonarnos en los brazos de unas instituciones secuestradas por unos modelos cada vez más tacherianos (si no puedes venderlo, no lo hagas), por decirlo de algún modo, que no han considerado (ni para bien, ni para mal) ningún proceso cultural que no cotizase en bolsa.

En realidad parece ser que la cultura ya no puede disfrutarse si no cumple con esas paranoias de rentabilidad, de salvación, de modernidad, de colocación en el mapa... Es decir, si no es útil para los discursos políticos o comerciales, si no es útil para disfrazar atropellos, para ablandar conciencias, incluso para tapar abusos. Pareciera que la dicotomía alta-baja cultura ha desaparecido para ser sustituida por más posmoderna, rentable-estéril. ¿Entra también dentro de este discurso la proximidad-excelencia? Somos incapaces, en función de esa seriedad fértil, de emocionarnos porque todo depende de la frialdad de unas estrategias que garanticen el desarrollo (por supuesto funcional) y la excitabilidad (por supuesto consumista). ¿Nos hemos olvidado de las esencias?

La cultura pierde su sustancia y solo queda el eslogan mil veces repetido que la identifica como vertebradora de las sociedades. Consignas que quedan vacías, que suenan huecas cuando te asomas a la realidad, cuando observas que se ha aniquilado la cercanía, la radicalidad. La cultura impuesta desde unas estrategias concebidas por una sensibilidad nada emancipadora. De las viejas élites franquistas hemos pasado a las actuales oligarquías, nuevas élites que han jugado con la cultura sin comprender en lo más mínimo su esencia.

El agotamiento de la cultura viene por el empeño de mantener unas estructuras de pensamiento que ya no sirven al común, de alimentar jerarquías que bloquean, de conservar departamentos que comprimen, de proteger mentalidades que no entienden… el sometimiento a unas lógicas caducas e infranqueables diseñadas por unas políticas más bien orientadas hacia los intereses privados.

¿Deberíamos dejar de  planificarla? O, por lo menos, desarticular las formas conocidas para conseguir una verdadera capilaridad: comunitarismo cultural. Pero los expertos (sobre todo esos que nos advierten de que el calor viene con el verano) se han convertido en lacayos que privan a la cultura de su carácter transformador apegados a un espacio o a unos intereses muy concretos. La cultura se ha transmitido, querámoslo o no, desde la oficialidad y la disciplina. Desde quien sabe y posee. De este modo y desde este modelo se ha ido construyendo un público cada vez alejado de los procesos a medida que ha ido especializándose el negocio. A medida que se necesitaban números y resultados para apuntalar los discursos desarrollistas. Pero medir y valorar la cultura en términos de audiencias y porcentajes es una extraordinaria aberración. Medir el desarrollo de las ciudades en términos de visitas y divisas, una perversión peligrosa. Y la cultura así se llena de protocolos, de burocracias, de tecnocracias… bien apartada de sus cauces naturales. La distancia se agranda y se apartan esas culturas tímidas que nunca llegarán a un escenario, a una galería, a un auditorio… A pesar de que ellas sean el caldo de cultivo desde donde germina una sociedad integra.

El Estado de Bienestar cultural todavía es una conquista que no puede fundamentarse sobre modelos de distribución vertical, sobre planes y estrategias que buscan la rentabilidad cifrada. Porque la lógica del mercado no invita a la igualdad ni a una redistribución integrada, sino a la acumulación y al control. Abrazar la cultura desde esta lógica es someterla al poder. A lo que los dueños de las expendedoras les resulte rentable. Y también porque si la cultura está sujeta  “empleadores” que quieran ofrecer trabajo, la lógica de la explotación máxima. La cultura, siempre de consumo, aligera las responsabilidades ciudadanas de creación que nos lleva a un bucle sin fin: menos cultura-menos consumo cultural.

La cultura pública (la oficial, esa que reside en las administraciones) es un lugar cósmico. No sé si mental, como el espacio (el físico y próximo, digo) pero más sometido a la fantasía de adivinos, charlatanes y brujos varios: los guardianes de la galaxia. Esos tipos que explotan las creencias supersticiosas. Que comercian con productos milagrosos. Con necesidades.

Quizá vivimos en diferentes dimensiones y no logramos confluir. Quizá estas dimensiones, no en cuanto a esas “de lo real” de las que nos habla la filosofía sino de aquellas otras “astrológicas”, son las que permiten esa conciencia sin pensamiento, extraordinarios viajes astrales que liberan el cuerpo de la esclavitud física. Esa cultura sin cultura. ¿Esa cultura sin pensamiento como proyección de nuestra vida?

En ese lugar cósmico se dan fenómenos extraños. Es fácil pasar mucho tiempo entre agujeros negros y espirales “déjà vu”. Retornos en un bucle infinito de discursos imposibles. Como si los planes estratégicos no hayan sido sino una maniobra más de propaganda, de una pregón que ha ayudado  a consolidar la autoridad. Ese poder que se construye cuando alguien se autoproclama portador de verdades y conocimiento. Quizá también un extraordinario ejemplo de entropía, esa que utiliza todas sus energías tan solo para mantenerse. Porque luego, después de los planes, se ha seguido con la gestión por espasmos. Ni siquiera se ha conseguido construir un relato. Tan solo se han ido marcando exclamaciones, consignas.

Las estrategias deberían ser cuadernos siempre en blanco para establecer procesos de habilitación y rehabilitación. Cuando todo ha sido normalizado desde técnicas expertizadas cualquier reflexión de la ciudadanía pasa por aceptar y considerar irreprochable la existencia de instituciones que definan y determinen, de modo unilateral,  los recorridos de la colectividad. El valor de la sociedad culta se da entonces por la capacidad de asumir para consumir. La combinación de una ciudadanía apartada de su devenir y la consideración de ésta como mera usuaria no dejan límites para la conquista de los poderes.

Y así, ahora, para salir de donde estamos, parece que se perfila un nuevo paraíso: la cultura debe ofrecer habilidades. Y aparece la excelencia para reforzar la economía de la escasez.


 

José Ramon Insa Alba. Tècnic responsable del ThinkZAC al Servei de Zaragoza Activa (Ajuntament de Zaragoza) treballant per a la visió d'una societat creativa per als comuns, la cultura com a estratègia de capil·laritat, la civilització de l'economia des del món local.
És també membre del Grup d'experts de Global Net Society Institute i del Consell Consultiu del projecte Paral·lel 9mx .

Amb llarga experiència en la cooperació internacional, ha estat copresident de la Xarxa Interlocal (Xarxa Iberoamericana de ciutats per a la cultura ) i membre fundador de la Xarxa Transatlàntica . Codirector de les Jornades de Ciutats Creatives de Kreanta. Col·laborador en diferents publicacions i docent en polítiques locals de cultura.
Manté un interessant blog sobre cultural local i innovació en altres àmbits