La cultura común no es la cultura de todos

Vivimos tiempos trepidantes. Tiempos en los que lo que eran consignas, exigencias e intuiciones, pueden transformarse en medidas políticas e instituciones. Momentos en los que el deseo puede rápidamente convertirse en norma. Los nuevos partidos hablan de pasar de una cultura entendida como un derecho o un recurso a la cultura entendida como un bien común. Importante reto. Las políticas culturales que se han implementado en el Estado español desde la llegada de la democracia, pese a estar salpicadas por visiones economicistas de la cultura, siempre han situado al Estado y sus administraciones como tutores y administradores de la cultura. Implementar políticas que promuevan la cultura como bien común, si bien suena estimulante, parece de difícil realización teniendo en cuenta la falta de precedentes claros. Igualmente, aunque pueda no parecerlo, las nociones de lo público y lo común, en ocasiones entran en conflicto. A continuación voy a lanzar algunas ideas sobre cómo podrían pensarse estas políticas y las contradicciones que conllevan.

Primero, algunos antecedentes. Las políticas culturales que se han desarrollado con mayor o menor acierto desde la administración central se insertan en una larga tradición que considera que es de interés público que la ciudadanía tenga acceso a la cultura. Bajo esta idea se han construido museos, bibliotecas, teatros, auditorios y grandes infraestructuras que permitían a la ciudadanía el consumo de cultura en condiciones óptimas y sin la necesidad de mediación por parte de entidades privadas. En la última década esta noción clásica de acceso se actualizó con los mecanismos de participación y proximidad. En pocas palabras: participación implica poner en crisis la idea de consumo pasivo de cultura, proximidad tiene que ver con el desarrollo de equipamientos culturales de pequeña escala y el estímulo de las comunidades que los frecuentan. Ambos mecanismos tienen más sentido e incidencia en una escala municipal.

En cualquier caso, la figura del Estado sigue siendo la de proveedor. Garantiza el acceso sin discriminar ni favorecer a unas personas sobre otras (en teoría). Las administraciones crean los espacios y equipamientos para facilitar este consumo cultural por parte de la ciudadanía. En los márgenes de lo público se empezaron a introducir los mercados y los emprendedores culturales cuyo objetivo es sacar tajada de las políticas que abogan por la privatización paulatina de la cultura. Este último proceso, que viene considerando la cultura como un recurso, ha funcionado de forma muy tímida y desigual en el Estado español. Por lo general los planes de industrias creativas han producido precariedad y microempresas y autónomos que intentan prestar servicios a las diferentes administraciones públicas.

Tanto la cultura entendida como derecho como entendida como un recurso generan una dicotomía a la que nos tenemos que enfrentar: la división entre consumidores y productores de cultura. En términos generales, los grandes equipamientos se plantean como centros de consumo de cultura, que pese a que puedan tener espacios diseñados para la participación, espacios para la pedagogía o elementos interactivos, están pensados para facilitar al máximo el acceso a la cultura (entendido este como un consumo pasivo de la misma). Pensar la cultura como un bien común implicaría que el consumo y la producción de cultura no fueran actividades disociadas. Implicaría pensar que la cultura, además de enriquecernos espiritualmente y contribuir a hacernos sujetos más críticos, puede considerarse como una fuente colectiva de riqueza económica. La cultura como bien común introduce la noción de acceso productivo, pero ¿es esto posible sin que implícitamente demos pie a un nuevo ciclo de privatización cultural? ¿Qué papel tendrían las instituciones públicas en este proceso? ¿Es posible introducir la cultura común en un marco diseñado para promover la cultura pública? No es fácil, vamos a evaluar algunos problemas y posibilidades.

Una de las lecciones que hemos aprendido sobre la gestión de recursos comunes gracias al trabajo de la ganadora del premio Nobel de economía, Elinor Ostrom, es que los comunes son siempre parciales. Es decir, los que mejor funcionan están claramente delimitados y las comunidades que los gestionan son claramente identificables. Esto implica que siempre hay personas que no pueden acceder a los comunes o que no participan de las decisiones sobre cómo deberían explotarse. Siempre hay comunidades que se quedan fuera de la gestión y explotación de ciertos recursos comunes. La gestión eficiente de un bosque de forma comunitaria ha de poner límites a quién puede beneficiarse de esta explotación, para así evitar convertirse en un espacio desregulado de acceso libre. Esta realidad también está presente en la gestión de comunes culturales.

Los espacios autogestionados siempre son de acceso restringido (en ocasiones de forma explícita, en otras por razones arquitectónico-materiales o por motivos simbólicos). Las peñas gastronómicas pueden ser en ocasiones lugares discriminatorios de la misma forma que colectivos que gestionan elementos culturales de forma común no tienen porqué ser muy inclusivos. Es normal que esto pase, a diferencia de los espacios públicos, no tienen un mandato para incluir a toda la ciudadanía en sus actividades. Las instituciones públicas, por el contrario, han de ser inclusivas y poder dar voz a todo tipo de comunidades y sujetos. De esta forma vemos que lo común no elimina la necesidad de lo público, sino que nos encontraremos lugares de fricción entre ambas realidades pero también espacios en los que estas realidades se complementan. El común no puede ofrecer un servicio público, lo público elimina la posibilidad de la gestión común. Por ello es interesante plantear gradientes y complementariedades entre estos dos modelos. A continuación un ejemplo que puede ayudar a entender esta coexistencia. 

Cualquier televisión pública debería, en principio y aunque suene redundante, prestar un servicio público, informando a la ciudadanía de forma imparcial sobre el día a día político y social de una nación y creando contenidos que puedan ser de máximo interés a una audiencia plural e intergeneracional. Los contenidos que produce en la actualidad RTVE, por poner un ejemplo, son contenidos cerrados que nosotros como público tan sólo podemos consumir de forma pasiva. En este sentido sigue la lógica de acceso ya comentada anteriormente. Pese a ser producidos con fondos públicos, es decir, con dinero proveniente de nuestros impuestos, nos pertenecen de forma muy parcial. Este es uno de los límites de lo público.

Imaginemos que estos contenidos, que ya han sido producidos y pagados con nuestro dinero, pudieran considerarse un bien común. Imaginemos que los brutos, es decir, entrevistas a políticos sin editar, documentación de eventos relevantes, metraje sin cortar de imágenes cotidianas, etc. estuvieran licenciados y archivados de tal manera que toda la ciudadanía pudiera disponer de este material. Tanto quienes hacen libros de texto interactivos, documentalistas independientes, historiadores, estudiantes, artistas, etc. podrían reinterpretar esas imágenes y hacer obras derivadas con este material. Esto inauguraría un nuevo ciclo de vida para todo ese material que ahora perece agónicamente en estanterías polvorientas y permitiría a su vez crear nuevos ciclos de riqueza.

Para evitar la privatización de este acervo, el papel de la administración consistiría en impedir que el uso con fines comerciales de esas imágenes no fuera en detrimento de que siguieran estando disponibles como bien público para el resto de la ciudadanía. Esta institución híbrida, espacio de archivo, garante de acceso y facilitador de producción, tendría un papel infraestructural. Permitiría el enriquecimiento económico e intelectual. En definitiva, se transformaría en una infraestructura que permite que todos esos fondos devengan un bien común sin perder la vocación de servicio público que debería tener cualquier televisión.

Esta lógica es extrapolable a muchos otros equipamientos culturales, archivos, hemerotecas, museos, teatros, etc. que producen bienes que en demasiadas ocasiones acaban fuera de lo público y son posteriormente comercializadas como bienes privados. Aun así, hacerlo no va a ser fácil, puesto que la gestión común implica siempre pensar en modelos muy situados, muy localizados que tengan en cuenta la disparidad de recursos, medios y el tipo de comunidades que participan en su creación y gestión. Los comunes están siempre inscritos en territorios y realidades muy concretas. Entenderlos implica pensar en las comunidades que los gestionan, pero también de las personas que se quedan fuera. Vemos que para fomentar esta cultura de lo común hay que revisar tanto el sistema de licencias de las obras que reciben financiación pública como la estructura institucional que las produce y promueve. Implica una combinación de transformaciones tanto materiales como inmateriales. Las instituciones han de rediseñarse para facilitar el consumo productivo de cultura. Las licencias han de garantizar que lo público no se pueda privatizar. No podemos perder la función pública de las instituciones culturales, pero eso no puede coartar el deseo de una explotación de la cultura como bien común. Sin duda, esto no es una tarea fácil, pero no hay mejor momento para hacerlo, aunque se necesiten ganas, audacia, voluntad política y valor.   

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