Cooperativismo y cultura: una alianza necesaria

Resulta llamativo como en tiempos de recesión y atribulaciones el sector de la economía social no sólo se mantiene sino que logra incrementar significativamente su volumen. Siguiendo datos de CEPES, la patronal española del ramo, en 2013 habría crecido en facturación interanual un 4%. Sin duda, en esta eventualidad influye poderosamente el hecho de que el 45% de los jóvenes emprendedores apuesten por fórmulas de economía social para sus futuros negocios, sean en forma de cooperativas, sociedades laborales o bajo otras personalidades jurídicas. También resulta chocante que, en esta época de minijobs, un 80% de los puestos de trabajo en la economía social sean indefinidos y que un 49% sean ocupados por mujeres, rozando la paridad absoluta.

Por su parte, el heterogéneo mundo de la cultura ha visto como crecían sus guarismos de forma sostenida a lo largo de las dos últimas décadas, sea en número de empresas, empleo o facturación. Aunque es cierto que la doble crisis a la que se ha visto sometido en los últimos años no sólo ha frenado su progresión sino que lo ha mermado. Cuando hablamos de doble crisis hacemos alusión a la endógena, o derivada de la revolución digital, con la extensión de las descargas gratuitas de contenidos, y la exógena, o del conjunto del sistema económico, que ha comportado una reducción significativa de los fondos públicos dedicados a cultura, de las partidas de empresas destinadas a patrocinios y de los consumos culturales de las familias. Con esta dinámica reciente, el sector cultural se encuentra en toda Europa en pleno período de reconversión, buscando nuevos horizontes que substituyan al ya moribundo “modelo cultural europeo”. Con todo, en los buenos tiempos el tejido empresarial de la cultura ya adolecía de múltiples problemas estructurales. La atomización del sector, con sobreabundancia de autónomos y escasez de pymes con dimensión intermedia, la temporalidad en el empleo, en forma de ocupación ocasional a modo de ingreso complementario, la falta de formación empresarial específica que les permita dotarse de estrategias a medio y largo plazo, o la dependencia endémica del sector público y sus volatilidades son algunas de sus debilidades más notorias.

A consecuencia de este doble proceso, los activistas y profesionales de la cultura, expertos en creatividad aplicada, están experimentando nuevos modelos de organización colectiva o empresarial, en buena medida inspirados por los valores del software libre. Palabras como procomún, código abierto, remezcla, educación expandida jalonan sus declaraciones de intenciones, configuran un léxico propio y se plasman en nuevas formas de hacer que conducen a realidades como el crowdfunding, el coworking y otras variantes del formato crowd (multitud). Donde antes había una nítida separación entre el artista, el financiador y el consumidor de cultura (atendiendo a la vieja cadena de valor), ahora se habla de prousers o prosumers, es decir, figuras que alternan o combinan roles según la circunstancia. Con una visión social de su trabajo, enfoque que entronca con el ADN de la cultura, y a pie entre lo digital y lo presencial, entre lo formal e informal, muchos de esos colectivos de cultura colaborativa acaban por constituir (también) cooperativas, en una cierta tendencia de hibridación con el formato coop.

No es de extrañar pues que en la actualidad estén creciendo el número de cooperativas en el campo cultural. Históricamente las gentes de la cultura comulgan más con los valores horizontales de la cooperativa que con la orientación jerárquica de la empresa convencional. El trabajo en red, la primacía de la realización personal sobre el afán de lucro, el compromiso con la comunidad y la implicación en el desarrollo local son algunos de esos principios que aúnan a unos y a otros. Las empresas cooperativas son difícilmente deslocalizables, en la medida en que sus dueños son los propios trabajadores, lo que dificulta que se disocie trabajo y vida. Y buena parte de las iniciativas culturales están enraizadas en la identidad local, de quien beben y a quien se deben.

Por otra parte, cabría señalar la evidente complementariedad entre ambos universos. Si el tejido cultural puede enriquecerse con el bagaje de gestión empresarial mancomunada del cooperativismo, ganando así en estabilidad y dimensión, las cooperativas pueden beneficiarse de las dosis de innovación y creatividad que les pueden aportar los profesionales de la cultura, y que resultan decisivas para competir en mercados tan exigentes como los de hoy. Abundan los ejemplos en que artistas realizan intervenciones en cooperativas que resultan en una mejora tangible en la cuenta de resultados. Pueden comprobarlo en el informe. Así mismo, da la impresión de que los creativos de la cultura colaborativa, consumados tecnólogos, podrían ser socios valiosos para lograr una más honda inserción de las cooperativas en la sociedad del conocimiento y en los entornos digitales.

En definitiva, y es la tesis de este informe, la combinación entre cooperación y creatividad, en todas sus variantes (creación cooperativa o cooperación creativa), se está convirtiendo en un laboratorio apasionante de nuevos perfiles empresariales con un alto valor añadido social. Esa línea de colaboración, donde aún queda tanto por explorar, presenta un enorme potencial en términos de transformación social, de imaginar otra economía y otra cultura. Es por eso que decimos que son aliados que se precisan mutuamente para ganar el futuro.

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