Municipios y bienestar

Xavier Marcé | El Mundo (Ed. Catalunya), 3 de febrero de 2015

Conseguir una situación de estabilidad presupuestaria es la principal obsesión de cualquier alcalde y gastar estos recursos en programas que aseguren la máxima calidad de vida para los ciudadanos su principal objetivo. Parece lógico que sea así, aunque a veces la realidad se empeñe en complicarlo. En este contexto la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL), pone en entredicho el papel de los municipios en relación al mantenimiento de un nivel mínimo de calidad de vida, limitando las competencias municipales hasta un punto critico.

En función de esta ley una parte notable de los servicios municipales que actualmente disfrutamos los ciudadanos son prescindibles o, para ser precisos, pertenecen a ese ambiguo estado de realidad que definimos como servicios de prestación voluntaria para los cuales no existe un sistema estable de financiación. Que un municipio tenga una piscina pública, un teatro o guarderías es la consecuencia de política y que no genera, bajo ningún concepto, obligación subsidiaria alguna respecto del gobierno autónomo o del estado.

Que se nos remita a las obligaciones competenciales de cada administrnción parece correcto siempre y cuando ese marco competencial no sea estricta consecuencia de la coyuntura económica y responda a un anàlisis lógico de la realidad. Una cosa es mantener un aeropuerto innecesario en Castellón y otra muy distinta no poder inaugurar una biblioteca construida y entregada en Móstoles.

En este contexto uno se pregunta cuáles son las obligaciones mínimas de cada municipio y sobre todo qué ocurre con aquellas infraestructuras sociales que se construyeron en tiempos de bonanza con el beneplácito de todo el mundo. Y uno se pregunta además por qué razón la administración sigue manteniendo un ridículo sentido de la titularidad pública en equipamientos infrautilizados (cuando no directamente cerrados) sin generar mecanismos jurídicos de extemalización que permitan un aprovechamiento eficiente de los mismos.

La desconfianza de la Administración Pública española en la capacidad de los ciudadanos para gestionar ciertas infraestructuras sociales es endémica. Lo vemos permanentemente en el campo de la cultura, las prestaciones sociales y los servicios educativos no obligatorios, en los cuales los problemas de los municipios se trasladan a la ciudadania por falta de mecanismos administrativos ágiles y adecuados a la realidad.

La administración española tiene problemas objetivos de tamaño y una estructura de financiación muy centralizada, pero sobre todo está limitada por un encaje jurídico excesivamente rígido que impide encontrar soluciones imaginativas para resolver los conflictos de gestión pública con un mayor nivel de complicidad social. Somos prisioneros de leyes genéricas anticorrupción que ni la impiden, ni permiten modernizar la gestión de los servicios públicos.

Una parte importante de las conquistas sociales de los últimos años, que se traducen en equipamientos y servicios públicos consolidados en los ayuntamientos españoles, están amenazadas por una ley que limita el marco competencial municipal a cobrar impuestos, recoger las basuras, administrar la seguridad y poca cosa más. Evidentemente hay servicios de pago que facilitan la vida de las clases pudientes, aunque ése, a mi juicio, no era el objetivo del incipiente Estado de Bienestar que nos prometimos en los lejanos años 80.

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