Síntomas mórbidos en el cubo blanco

Yaiza Hernández Velázquez | Futuro público. Campo para el análisis y la crítica cultural

Los espacios públicos y los espacios de la cultura [1]

Confieso que se me atragantó un poco el lema de este encuentro: “Recuperemos el espacio público a través de la cultura”. No porque sea mal plan, recuperar espacios comunes siempre está bien aunque haya que recurrir a la cultura entrecomillada para ello. Se me atragantó porque armoniza demasiado bien con la retórica que muchas instituciones han movilizado durante las últimas décadas para hacer justo lo contrario. La “cultura” se sobreentiende institucionalmente no como “toda una forma de vida” en el sentido que le daba Raymond Williams, sino como algo más selecto, restringido y, por tanto, “valioso”, algo que merece su propio espacio (el suyo, el de los suyos, no el del todo el mundo, no un espacio “público” en un sentido fuerte no meramente estatal). Si vamos a reivindicar que la cultura (en este sentido tan parcial como abstracto) puede ser un, o incluso el elemento más efectivo de procuración de este espacio público, haremos bien en atender a la multitud de ocasiones en que esta reivindicación ha resultado espuria. Por no ir muy lejos, pensemos en las tres últimas décadas, en las que hemos visto aumentar exponencialmente el número de museos, auditorios, centros de arte o incluso “ciudades” de la cultura en el estado español.

Para dar cuenta rápidamente de lo que sucedió en esta era expansionista, me centraré en un ejemplo que no por ser biográfico es menos representativo. Cuando en 1991 me marché de Santa Cruz de Tenerife, el lugar donde crecí, la ciudad––hoy con poco más de 200.000 habitantes––estaba ya bastante bien surtida de espacios culturales: una sala de exposiciones, archivo, biblioteca y filmoteca del gobierno (La Casa de la Cultura); el Centro de la Fotografía del Cabildo, dos salas de exposiciones del Ayuntamiento (La Recova y Los Lavadores), un espacio para talleres (en el Parque Viera y Clavijo), una biblioteca, un museo de Bellas Artes y un teatro-auditorio (Guimerá) también municipales. También había una puñado de galerías privadas (Leyendecker siendo la más prominente), varios cines (el del colectivo Yaiza Borges, del que mis padres formaron parte, había cerrado unos años antes) y algunas salas de financiación privada (COAC, CajaCanarias, Círculo de Bellas Artes…). Estoy segura de que me dejo algo.

Como adolescente visité estos espacios en muchas ocasiones. En casi todos ellos las programaciones eran lo suficientemente caóticas como para que nunca supieras qué ibas a encontrarte, un día tocaba neovanguardia italiana, al otro figuritas de miga de pan provenientes de un centro de día. Lo que el llamado “sector cultural” reclamaba––y yo de adolescente me sentía muy parte del sector cultural––era una mayor profesionalización de esos espacios (¡muerte a las migas!), más “criterio” artístico, menos sobrinos de políticos al mando. Reclamábamos secretamente que fuera gente “como nosotros” los que decidieran la programación, apelando a lo que especulábamos debía suceder en las ciudades serias. He vuelto a pensar muchas veces en ese modelo que albergaba bajo un mismo techo cuadros a punto de cruz y cine de Herzog, ese que entonces hacía desesperar a los “entendidos” pero regresa ahora como una segunda naturaleza mediante técnicas de programación-marketing diseñadas para atraer de vuelta al museo a “toda una forma de vida” (y con especial ahínco a esa parte de la vida que se ocupa de consumir).

La respuesta a estas demandas de más profesionalización y de programaciones con más criterio se pretendió resolver––como casi todo en España por aquella época––a golpe de hormigonera.[2]

La conjunción de la fiebre constructora con la de “promoción” regional y urbana, nos dejó a las puertas de la crisis con una de las mayores densidades de infraestructuras dedicadas al arte de toda Europa. A Santa Cruz le tocó quedarse con un auditorio y un recinto ferial del ubicuo (e imperdonable) Calatrava y un enorme museo, el Tenerife Espacio de las Artes (o TEA) diseñado por los super-suizos Herzog and De Meuron (inmuebles cuyo coste millonario permanece en la semioscuridad). En la web de los arquitectos el TEA se describe como “un nuevo y vital espacio para personas de todas las generaciones con intereses varios”, nos dicen que “el acceso al centro será posible desde todos los laterales” y que “un nuevo camino público cortará diagonalmente el complejo del edificio conectando lo alto del Puente Serrador con la desembocadura del Barranco de Santos”.[3]

En la práctica, el TEA reúne a bien poca gente. Más allá de la que acude a la biblioteca (de acceso gratuito y grandes problemas funcionales) o a comer en su restaurante de diseño H&dM, apenas hay nunca un alma. El acceso es libre siempre que se pague el precio de la entrada. Es cierto que hay un camino que atraviesa diagonalmente el museo y es transitable sin pagar. Antes también había un camino, seguramente para mucha gente menos atractivo, poblado por infra-viviendas y bares de mala reputación. Durante el intervalo que precedió a la construcción del TEA, el terreno que éstos dejaron fue tomado por un aparcacoches espontáneo con gran sensibilidad cromática que, personalmente, me parecía de lo más fabuloso de la ciudad.

El camino que hoy atraviesa el TEA es menos público que ese terreno baldío que reemplazó. Un lugar vigilado por cámaras y guardas de seguridad, donde no es posible pasar la noche ni manifestarse, donde reunirse a la interperie––a pesar de la “eterna primavera” isleña––no sería practicable. Un lugar que se describe mejor según ese eufemismo que ha venido a describir la nueva normalidad urbana de las sociedades de control: los espacios “semi-públicos”. A un lado del TEA está Cabo-Llanos, optimistamente tildada de “milla de oro” de Santa Cruz, un barrio nacido ya sobre el desplazamiento de poblaciones de pescadores cuando en los setenta sirvió como ensanche de la ciudad y donde se ubica ahora la zona de nueva construcción de viviendas “de alto lujo” (algunas de las cuales quedaron sin terminar). Al otro lado está la constelación de las calles Bravo Murillo, La Noria y Miraflores, un barrio de puerto y mercado donde tendía a centrarse la prostitución y el trapicheo, convertido ahora en zona de ocio con inmuebles antaño denostados y hoy tratados como “centro histórico y patrimonial”. Esta historia de desarrollo urbano y gentrificación abriéndose paso gracias a la “cultura” es ya lo suficientemente familiar como para no tener que dar más cuenta de ella aquí. Pero valía la pena recordarla para ser cautelosas antes de afirmar que la cultura sirve para reclamar espacios públicos. En nuestra memoria reciente, muy al contrario, la cultura ha funcionado como un velo tras el que se escondían nuevos cercamientos y desposesiones.[4]

Buenas prácticas

Mientras en general se asistía con una mezcla de indiferencia y perplejidad a la proliferación de centros artísticos de arquitectura-postal, el sector cultural se congratulaba. Todo el mundo merecía tener acceso a la cultura profesionalizada y con criterio, pero además, sin que nadie lo hubiera reclamado, ahora para ello era necesario contar con flamantes edificios, nutridos equipos y sillas de Vitra™. El precio a pagar por tanto cemento pulido a nuestros pies fue un grado de injerencia política con cierta gracia folclórica (la cabellera “moderna” de Consuelo Císcar, el pabellón murciano en la Bienal de Venecia), pero no por ello menos criminal, demandando además––y a menudo obteniendo––una pasividad y connivencia descorazonadora. Un recuerdo persistente de que una dictadura de largo recorrido no se va sin dejar huella.... 

 

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